El resultado es inmediato: más bolívares persiguiendo los mismos productos. Ese desequilibrio se traduce en precios que suben sin pausa, salarios que pierden poder de compra y un tipo de cambio que se resiente semana tras semana. A pesar de los esfuerzos por contener la inflación, la expansión monetaria descontrolada está poniendo en jaque la estabilidad del bolívar.
Pero la historia cambia cuando se observa la liquidez en dólares. Medida en divisas, el dinero disponible en la economía cayó alrededor de 43 % durante el mismo período. Esto significa que, aunque los venezolanos tienen más billetes en la mano, cada uno de esos bolívares vale mucho menos cuando se mide en términos de poder adquisitivo real. Para las empresas, la consecuencia es clara: disminuyen los recursos disponibles para importar, pagar deudas o reinvertir en producción.
El impacto se siente con fuerza en los hogares. Cada semana se necesitan más bolívares para comprar lo mismo. Los salarios, aun con ajustes periódicos, no alcanzan a cubrir el aumento sostenido de los precios. Muchos trabajadores han optado por cobrar parte de su remuneración en divisas, mientras los comercios se enfrentan a un dilema: remarcar precios constantemente o perder rentabilidad.
El aumento de la liquidez también presiona el tipo de cambio. A medida que circulan más bolívares, la demanda de dólares crece, impulsando la devaluación. Esto refuerza la dolarización informal, ya que tanto empresas como familias buscan protegerse de la pérdida de valor de la moneda local.
En definitiva, la economía venezolana sigue atrapada en un ciclo complejo: más dinero no significa más riqueza, sino más inflación. Mientras no se frene la emisión desmedida y se reactive la producción nacional, el poder de compra del bolívar continuará deteriorándose.
Para el ciudadano común, esto se traduce en una sola realidad: el dinero alcanza cada vez menos, y planificar el futuro financiero se vuelve una tarea cuesta arriba.