El subsidio al diésel ha sido, por décadas, una de las políticas más simbólicas y costosas del Estado ecuatoriano. Nació con la intención de abaratar el transporte público, apoyar al agro y mantener precios accesibles en los productos básicos. Sin embargo, según el Ejecutivo, con el tiempo se convirtió en una carga insostenible: gran parte del beneficio terminaba en sectores que no lo necesitaban, alimentando incluso el contrabando hacia países vecinos.
El presidente Daniel Noboa, con el Decreto Ejecutivo 126, decidió dar un golpe de timón. Desde el anuncio, el precio del diésel automotor subió a USD 2,80 por galón, mientras el valor internacional ronda los USD 2,96. El Gobierno asegura que el nuevo esquema busca acercar el precio local al real, pero sin exponer de golpe a los consumidores. Por eso, durante los próximos meses se mantendrá una banda de precios que permitirá ajustes mensuales controlados.
El ahorro fiscal, según estimaciones oficiales, será superior a los USD 1 100 millones anuales. Ese dinero se destinará —según el plan gubernamental— a programas sociales, bonos compensatorios para transportistas, créditos al campo y apoyo a familias vulnerables. El objetivo declarado es pasar de subsidios generalizados a ayudas focalizadas, priorizando a quienes más lo necesitan.
La respuesta social, sin embargo, fue inmediata. A las pocas horas del anuncio comenzaron las protestas. Transportistas, comunidades indígenas y movimientos sociales salieron a las calles en Quito, Cuenca, Ambato y otras ciudades. Las movilizaciones incluyeron bloqueos de carreteras, quema de llantas y enfrentamientos con la Policía Nacional. Ante la escalada de tensión, el Gobierno declaró estado de excepción en varias provincias y desplegó militares para garantizar el abastecimiento y la movilidad.
En medio de las protestas, el convoy presidencial fue atacado en la provincia de Cañar con piedras y disparos, un hecho que encendió aún más la polarización política. Noboa calificó el ataque como un intento de asesinato y advirtió que no dará marcha atrás con la medida.
Más allá de la coyuntura, el retiro del subsidio al diésel representa una apuesta de alto riesgo político y económico. Por un lado, promete aliviar las finanzas públicas y reducir distorsiones en el mercado de combustibles. Pero también plantea el desafío de contener la inflación, evitar el colapso del transporte público y garantizar que las compensaciones lleguen a tiempo.
Si el plan se ejecuta con eficiencia, Ecuador podría entrar en una etapa de mayor sostenibilidad fiscal. Pero si falla, el costo político será alto, y el malestar ciudadano podría marcar un nuevo capítulo de inestabilidad.