El oro, que durante siglos ha sido sinónimo de riqueza, hoy representa una oportunidad que Colombia no logra capturar. En plena racha alcista mundial, el país podría estar recibiendo miles de millones más en regalías, exportaciones y empleo formal, pero la realidad es que buena parte de ese oro no pasa por los canales legales. De cada cien gramos extraídos, cerca de ochenta salen del subsuelo sin control del Estado, lo que deja las finanzas públicas sin el brillo que deberían tener.
El problema no es nuevo, pero el auge actual del oro ha evidenciado las grietas del sistema. La falta de control en los territorios, la presencia de grupos armados y la débil formalización minera han hecho que el negocio del oro ilegal crezca incluso más rápido que el narcotráfico. En regiones como el Bajo Cauca, el Chocó o el sur de Bolívar, las retroexcavadoras reemplazaron a las motosierras, y el oro se convirtió en la nueva fuente de poder de economías criminales.
Ante esta realidad, el presidente Gustavo Petro ha planteado una idea ambiciosa: que solo el Banco de la República pueda comprar oro en el país, con el fin de cortar el flujo hacia el contrabando y las estructuras ilegales. La propuesta busca que el Estado concentre la compra, garantizando que el oro tenga trazabilidad y que sus ganancias lleguen a las regiones productoras. Sin embargo, la medida no es sencilla. Implicaría una reforma constitucional y una reorganización completa de la cadena minera, desde la extracción hasta la exportación.
Las críticas no se han hecho esperar. Expertos señalan que una política así, aunque bien intencionada, podría desincentivar la producción formal y ahuyentar inversión extranjera. Además, el Banco de la República no está diseñado para operar como un comprador comercial de metales, y asumir ese rol supondría un reto logístico y financiero enorme.
Mientras tanto, el oro sigue saliendo del país por rutas clandestinas. Se estima que el 85 % del oro exportado tiene origen ilegal. Eso significa que las arcas del Estado dejan de recibir billones de pesos que podrían destinarse a infraestructura, salud o educación. Además, el impacto ambiental es brutal: los ríos se envenenan con mercurio, las selvas se talan y las comunidades locales viven entre la contaminación y la violencia.
En el fondo, el país enfrenta una paradoja. Tiene uno de los recursos más valiosos del planeta en sus tierras, pero la falta de control y la debilidad institucional hacen que ese oro no brille para los colombianos. Mientras el mundo celebra el precio récord del metal, Colombia ve cómo su oportunidad dorada se le escapa entre los dedos.