El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) reportó que en agosto el costo de la Línea de Pobreza Extrema por Ingresos (LPEI) —el monto mínimo necesario para cubrir los alimentos básicos— alcanzó 2,452 pesos mensuales en áreas urbanas, mientras que en zonas rurales fue de 1,850 pesos. Estas cifras muestran que el costo de comer bien se ha vuelto cada vez más difícil de sostener en las ciudades, donde la presión inflacionaria en alimentos ha superado consistentemente el promedio nacional.
El fenómeno tiene su explicación: los precios de los alimentos fuera del hogar aumentaron 7.6 % en el último año, reflejando el impacto de mayores costos operativos en restaurantes, fondas y puestos callejeros. Además, las carnes y proteínas se han convertido en los productos más sensibles: la carne de res subió cerca de 18 % y la carne molida más de 16 %. Incluso productos básicos como la leche pasteurizada registraron incrementos cercanos al 9 %.
Este aumento en productos esenciales se siente con más fuerza en las ciudades, donde las familias suelen destinar una mayor parte de su ingreso a alimentos preparados o productos empacados. En el campo, aunque los precios también suben, la producción local y el autoconsumo ayudan a mitigar el impacto. Sin embargo, el encarecimiento general de los servicios —como transporte o electricidad— también afecta el costo final de los alimentos rurales.
El resultado es claro: quienes menos tienen, gastan más para poder comer. Una familia urbana que vive con el salario mínimo necesita más de 2,400 pesos al mes solo para cubrir su alimentación básica, sin considerar vivienda, transporte o educación. Y si se suman esos otros gastos, el margen para ahorrar o enfrentar una emergencia prácticamente desaparece.
Las Líneas de Pobreza por Ingresos (LPI), que incluyen además bienes y servicios no alimentarios, también mostraron incrementos de 3.4 % en zonas urbanas y 2.9 % en rurales. Aunque estos crecimientos se mantienen debajo de la inflación general, el verdadero problema es que los precios de los alimentos —una necesidad irrenunciable— están creciendo más rápido que cualquier otro gasto.
Esta diferencia entre inflación general y alimentaria no solo refleja el efecto de los costos internos. También tiene relación con factores externos como el precio internacional de granos, los combustibles y la volatilidad climática, que ha afectado la producción agrícola nacional. La falta de lluvias en el norte y centro del país ha reducido las cosechas y presionado los precios de productos básicos como maíz, frijol y hortalizas.
Si la tendencia continúa, el reto para el Banco de México será enorme. Aunque su política monetaria ha logrado contener la inflación general, los precios de los alimentos responden más a factores de oferta que a tasas de interés. En ese sentido, los esfuerzos deberán centrarse en fortalecer la producción local, abaratar el transporte y mejorar las cadenas de distribución.
Más allá de las cifras, el alza en la canasta alimentaria urbana refleja una realidad que millones de mexicanos viven a diario: el dinero ya no alcanza igual. Comer carne, leche o frutas frescas se ha vuelto un lujo para muchos hogares, y la inflación, aunque moderada en el papel, se siente más fuerte en el carrito del súper.
El costo de la canasta alimentaria urbana, que supera el ritmo de la inflación, es un recordatorio de que el bienestar no se mide solo con indicadores macroeconómicos, sino con lo que las familias pueden poner sobre la mesa.