La idea detrás de este escenario es sencilla: si los precios en pesos suben menos de lo que se deprecia la moneda, los bienes y servicios medidos en dólares se abaratan. En otras palabras, el poder adquisitivo del dólar en la economía local aumentaría. Para que eso ocurra, se necesita una inflación moderada —cercana al 30 %— y un dólar oficial que suba alrededor de un 50 % durante el año.
Pero el contexto económico argentino está lejos de ser lineal. El FMI proyecta una inflación más baja, entre el 18 % y el 23 %, con una leve recuperación del PBI, mientras que el consenso del mercado local es más escéptico: la mayoría de las consultoras prevé un ritmo inflacionario todavía elevado, difícil de compatibilizar con la estabilidad cambiaria.
El rumbo del dólar será decisivo. El Banco Central mantiene el crawling peg en torno al 1 % mensual, aunque no se descarta una aceleración si las reservas vuelven a tensarse o si el tipo de cambio real se atrasa frente a la inflación. En paralelo, los empresarios observan con cautela la evolución del consumo y los salarios, que siguen rezagados frente a los precios.
El escenario de deflación en dólares, entonces, no es imposible, pero sí frágil. Si el gobierno logra mantener la disciplina fiscal, moderar la emisión y sostener la confianza externa, podría concretarse. Sin embargo, cualquier sobresalto —ya sea un salto cambiario, un aumento inesperado de la inflación o una crisis política— podría desarmar ese equilibrio.
En definitiva, el dato de una posible deflación en dólares del 13 % no es una predicción cerrada, sino una señal de que el mercado comienza a contemplar un 2025 más estable, donde el peso deje de perderle tan rápido la carrera al dólar. Será el termómetro de si el programa económico logra consolidar una estabilidad duradera o si se trata apenas de una pausa antes de una nueva corrección.